La dedicación a la política institucional es, como otras,
una profesión de alto riesgo judicial.
Si cada vez que un policía es denunciado por un ciudadano
insatisfecho con su actuación profesional, y es llamado a declarar ante un juzgado, tuviera
que ser apartado de su función, no habría policías, o los que quedasen,
estarían todos mirando para otro lado, haciendo buena aquella máxima
abstencionista de que “la mejor intervención es la que no se
realiza”; con lo que los ciudadanos quedarían absolutamente desprotegidos.
Los límites para una “suspensión cautelar de funciones”,
antes del juicio, están claramente reglamentados por ley.
Solo así es posible seguir actuando con cierta seguridad
jurídica, en tanto la demora habitual de la Justicia –entre 1 y 10 años de
media- se pronuncia.
La inhabilitación para ejercer cargo público es una de las
penas que se ejecutan tras sentencia judicial firme.
Pedir que se aplique “a priori” para los cargos
institucionales de las administraciones públicas, desde el momento en que una
denuncia o querella es admitida a trámite y se les llama a declarar; implicaría
que estos pudieran quedar a merced de la lógica subjetividad de cualquier
ciudadano que se sienta perjudicado por la actuación de ese servidor del poder
público; o lo que es mucho más grave, de cualquier desaprensivo que quiera
efectuar una denuncia falsa a conciencia,
como método de presión o venganza contra la decisión de un cargo público,
sabiendo que eso le acarreará de inmediato el que sea apartado de la vida
pública.
Por sintetizar: es pedir que las medidas garantistas de un
estado social y democrático de derecho, contemplen una excepción para los
políticos, y que automáticamente estos sean considerados “culpables, mientras no se
demuestre lo contrario”; convirtiendo así la política en un mundo de
locos, a la que solo optarían por “selección adversa” los menos
capacitados para ganarse la vida en la empresa privada.
Este escenario que acabo de dibujar, no es futurible, ”de facto” se está dando ya.
Las vacilaciones de los distintos líderes políticos sobre
este tema, después de 37 años de práctica democrática en España, les lleva a
hacer declaraciones contradictorias, en función de quien es el sujeto pasivo al
que se acusa en cada momento –de las filas contrarias, o de las propias- ,
dando una imagen pública de absoluta incoherencia ante los ciudadanos.
Igual que en el ejemplo que puse al principio, sobre la
profesión policial, que puede extenderse a la médica, o a cualquier otra en la
que la responsabilidad por las decisiones personales puede ser exigible; los gestores políticos de
la vida pública, deben tener idéntica protección, perfectamente delimitada y
reglada, e idéntica para todos los partidos políticos. Solo así puede
predicarse el principio de “igualdad ante la ley”.
Mientras esto no se haga, la subjetividad de las
evaluaciones sobre quién debe dimitir, o no, en cada momento, seguirán llenando
el amarillismo de los platós de radio y televisión, dando alas a la demagogia
populista y sembrando la confusión y desafección hacia la política de cada vez mayores
capas de la población.
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